martes, 16 de febrero de 2010

PRIMER CRONISTA ARGENTINO

Los más desconocidos antecedentes de Belgrano como cronista no figuran en los tres diarios clásicos de la Colonia, sino en las actas del Real Consulado de Buenos Aires, cuya secretaría ejerció el creador de la bandera a lo largo de dieciséis intensos años.
Con jurisdicción en todo el Virreinato del Río de la Plata, aquella benemérita corporación -establecida por Real Cédula del 30 de enero de 1794- se consagró al mejoramiento general del territorio prácticamente en todos los rubros: desde el tráfico fluvial hasta la construcción de escuelas, pasando por el sistema tributario, el fomento de la agricultura y la industria, la apertura de puentes y caminos y el armado de naves.
El abrir nuevas rutas implicaba un mejoramiento de las comunicaciones, particularmente con el Reino de Chile. El Consulado, bajo la sempiterna vigilancia y orientación de Belgrano, alentó toda expedición encaminada a este efecto, y recibió a los viajeros que venían de lejanas tierras, para conocer hasta el mínimo detalle que ayudara al mejoramiento específico de las comunicaciones.
Manuel Belgrano se convirtió entonces en cronista de viajeros, correspondiéndole en realidad el título de "primer cronista argentino de viajeros", aunque sus experiencias escritas no fueran dadas a publicidad sino modestamente relegadas a los documentos del Real Consulado, simplemente por el hecho de que el incipiente periodismo de la época estaba animado por otras inquietudes.
En una de estas crónicas, el Secretario del Consulado registra la visita del cacique Juan Rosales Yanpilangien, hijo del cacique Juan Caniulangien, quien venía procedente de la banda occidental de la Cordillera de los Andes.
El cacique fue invitado al Consulado, lo cual se verificó el 6 de octubre de 1804, siendo los anfitriones el mismo Belgrano, el prior Francisco de Ugarte y el segundo cónsul Juan de Alsillal.
Belgrano lo sometió entonces a un interrogatorio, cuyo testimonio demuestra su habilidad como cronista, porque inquiere sobre sus acompañantes, determinadas rutas que habría recorrido el viajero y el grado de lealtad a la Corona.
También pudo enterarse el Consulado de hechos curiosos y valiosos para el conocimiento toponímico de la Colonia, amén de advertirse el estado de las relaciones entre españoles e indígenas.
Preguntado sobre las abras que tenía la Cordillera de los Andes, el cacique respondió que eran las de Vallellermoso, Alico, Antuco, Villucura, Santa Bárbara, Lonquimay, Llaima y Chague, "por donde pasó para venir de su tierra".
El viajero contó que había salido con su primo hermano Juan de Dios Dominguala y su sobrino Juan Lumullanca desde Truptu, arribando a poco al Valle de Lama; "de Lama salimos a un llano llamado Leblonga de este lado de la Cordillera, en la cual no encontramos más repecho que un alto de tierra del tamaño de la Plaza Mayor, y lo pasamos con nuestras cargas y se puede componer para carretas pues no hay ni una piedra".
El dato era interesante: el valle de marras bien podía convertirse, con poco costo, en una pequeña ruta para carretas, dada la carencia de accidentes geográficos.
Señalaba a continuación el cacique que Valle Grande era una zona "donde siempre hay gentes y todo lo necesario para la vida, de carnes, aguas, leñas, frutales y árboles muy grandes".
La Cordillera de Puelmanda fue traspuesta en el mismo día, encontrando al otro lado el último valle de pinos existente por la región.
De la crónica se desprende la existencia de los ríos Ranchil y Naukien, y que hacia el sur aparecía el río Limanleu, que se junta con el primero, siendo prácticamente un dominio de los indios wiliches.
Sus costas eran hospitalarias, repletas de árboles, frutos y carentes de piedras. Más hacia el norte, sin embargo, se toparon con el río Wielen, de aguas turbias, que hubo que vadear con las cargas.
El caminante les descubrió a los cónsules la existencia de una región llamada Guada, muy abundante en calabazas silvestres, y de una laguna salina cuyo nombre desconocía.
Más hacia acá, un lugar denominado Fresco parecía constituir un verdadero oasis, por disponer de leña y agua todo el año en esteritos, lo que permitía la presencia de numerosos indios.
Después de Nahuelcó, de salobres aguas, el cacique Yanpilangien reveló que "siempre al Norte llegamos a una cuesta que se llama Cura malá, que en lengua (indígena) quiere decir Corral de Piedra, que dicen los indios vienen desde la mar, y vimos indios Pampas en un toldo o dos que tenían más de 2.000 animales; de allí llegamos a otros toldos que se llaman Guayquelen, que quiere decir Río Salobre, donde hay otra toldería; de allí cortamos al Sur y llegamos a una laguna, cuyo nombre no me acuerdo, de buena agua".
El fin del viaje era ya cercano, pues en compañía de un guía indio los viajeros enfilaron directamente hacia el sur, galoparon durante media jornada, arribaron a Inbaranga y por último, tras tres días de camino, a la Guardia del Monte.
En los finales de la entrevista-reportaje, el cacique dejó bien en claro que él había aconsejado a los indios una relación estrecha y cordial con los españoles, "y al fin se fue contentísimo dando señas nada equívocas de su afecto a la nación".
Importante por múltiples razones, este testimonio del cacique a través de la pluma de Manuel Belgrano revela el cuidado minucioso del interrogatorio, la maestría en los detalles y lo completo de la crónica.
Conocido sólo a nivel de unos pocos estudiosos, prueba con creces la justicia del título que intentamos adjudicarle a su autor: primer cronista argentino, sin desmedro de quien, con no menor equidad, merece el honroso rótulo de primer periodista: Juan Hipólito Vieytes.

Por Armando Alonso Piñeiro
Fuente: www.academiaperiodismo.org.ar
01 de Octubre de 2006

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